Sentada en el borde de la silla, mirando hacia la ventana, viendo llover. Un soplo de aire salado hace ruido con las persianas y le hace entrecerrar los ojos.
Son las cinco de la tarde, y la luz amarillenta le dibuja rayas en la ropa. Desde la puerta, yo esperando a que se de cuenta que estoy ahí parado.
La miro en encuadres cortos; los pies, descalzos, que hacen fuerza para balancear la silla, descansando en un charco que crece hasta llegar casi a la puerta. Otra imagen recortada registra su rodilla derecha, nudosa, blanca, tocando la pared bajo la ventana. El aire que entra a la habitación le levanta el vestido con paciencia. Un poco más arriba, un poco más blanco. La habitación se hace más pequeña. Sólo el sonido lejano del agua y el golpe casi imperceptible de los listones de las persianas. Y su respiración. Doy un paso en silencio, y quedo exactamente a dos de su espalda. Tiene el pelo recogido y alto; puedo ver su nuca roja y sus vértebras sobresaliendo. Huele a sal y a canela. El olor que la anuncia cuando llega. Estando así de cerca ahora es el sonido de la silla crujiendo y de las gotas que caen de ella con cada movimiento.
Cierro los ojos y ahora está sentada de frente, mirándome, las arrugas como un paréntesis de boca y dientes.
De regreso, la veo levantarse despacio, con dificultad, haciendo llover el vestido oscuro sobre la silla.