Era un día diferente como mínimo. La rutina de cada mañana se había completado con alguno que otro cambio minúsculo, como el tamaño del jabón en la ducha, la cantidad de champú en el frasco, la toalla que se parece cada vez más a una lija, o las sábanas nuevas y limpias de la cama.
Era el día de saltar.
Sin dormir particularmente bien la noche anterior, sólo quedaba esperar que los músculos encargados del impulso no dudaran en el último momento, dejándome colgando del borde con las yemas de los dedos. Esperé el momento adecuado, salí a la calle, me escondí tras una camiseta negra y unos lentes oscuros que hacían las veces de antifaz, apreté los labios y caminé despacio. Adentro llevaba el saldo de mil momentos previos con la punta de los ojos clavados en el precipicio. Inmóvil.
He saltado antes. Tengo unos cuantos huesos rotos y las rodillas las tengo de adorno. Lo que se mueve ahora es la tripa arremolinada y estrecha que me grita: salta!
En esos días me acomodo en la silla con los pies cruzados a la altura de los tobillos. Veo esa laguna blanca y perfectamente rectangular que persiste en su vacío encima del escritorio. Una pluma azul refleja la lámpara a mi izquierda y me encandila. Esta quieta pero parece ronronear, allí, encima de la hoja.
Y no es como si no quisiera reventar mis dedos y arrancar en un impulso mortal hacia el vacío de esa hoja blanca que medio se mueve mientras la miro; no es como si no tuviera atragantadas entre la yugular y la ingle letras atropelladas a punto de reventarme los intestinos.
Sólo que es tan difícil saltar.
Pero hoy es distinto. Es un día como cualquier otro, y aún así las letras se me acomodan formando palabras en el hígado y rebotan contra la pared estomacal. Siento la náusea. Y es entonces cuando me levanto, me baño con dos centímetros cúbicos menos de jabón, me seco con una toalla cada vez más áspera, cambio el tendido de mi cama y me siento de nuevo en esta silla de oficina con la punta de los dedos del pie al borde del precipicio.
Y salto.